LA HERIDA QUE ME ABRE
LA HERIDA COMO OPORTUNIDAD
Anselm Grûm
Cada uno de
nosotros se ha sentido herido alguna vez en su vida o, como dice John Bradswaw,
“cada uno de nosotros lleva consigo un niño herido”. Hemos aceptado nuestra
responsabilidad con los otros, con nuestra propia historia de heridas. Y
tenemos que vérnoslas con personas que arrastran consigo la historia de sus
heridas y que frecuentemente proyectan sobre nosotros sus propias heridas. Y esto nos hiere de nuevo incesantemente.
Pese a
nuestras buenas intenciones, nos convertimos en blanco de proyecciones contra
las que no podemos hacer nada. Sin embargo, las heridas que hemos sufrido
podrían ser también una oportunidad para nuestra propia humanización y una
oportunidad para el verdadero encuentro con Dios. La Biblia nos lo muestra en la
figura de Jacob, quien precisamente como el herido, como el que cojeaba, llegó
a ser el patriarca de Israel; o en la figura de Jesús, quien según el evangelio
de Juan, está colgado de la cruz como el médico herido y, precisamente con la
herida de su corazón, se convierte en la fuente de la salvación para todo el
mundo.
1.-
Heridas de la vida
Algunas de
las heridas más comunes en la atención espiritual está la herida del padre.
Muchos perdieron muy pronto a su padre o no llegaron a conocerle. O bien el
padre no se hallaba realmente presente: había eludido su responsabilidad. El
padre es, normalmente, el que refuerza
nuestra espina dorsal, el que nos infunde ánimo para la vida, el que nos da
confianza para atrevernos y lanzarnos a algo. Los que carecen de esta
experiencia necesitan con mucha frecuencia un sustitutivo de la espina dorsal.
Y ese sustitutivo es la ideología, la norma rígida detrás de la cual él se
oculta. Y a menudo se ven atormentados por una intensa desconfianza. Tienen
problemas de autoridad. La desconfianza hacia toda autoridad procede
frecuentemente de una experiencia negativa con el padre. Y, así, esas personas tienen también dificultad para confiar en
Dios. Se asienta en ellos una profunda desconfianza que les hace creer que
Dios no les concede disfrutar de la vida, que Dios les deja caer, que Dios les
castiga en cuanto no hacen lo que él quiere. Con frecuencia, las personas que
no han tenido padre se apoyan muy intensamente en un consejero espiritual o en
un asesor terapéutico y buscan en ellos
al padre que no han tenido.
Exactamente
lo mismo suele ocurrir con la herida de la madre. La madre da al niño
protección y seguridad y un amor sin reservas. De esta manera, la madre que se
preocupe demasiado de sí misma no podrá dar esa protección y seguridad. El que
no puede experimentar que es totalmente digno de ser amado, el que no puede
confiarse al amor de sus padres, sufre a menudo un trastorno narcisista. Es
insaciable en su hambre de amor, consideración y afecto. Y las personas con
trastornos narcisistas suelen ser una plaga para el superior. Desean tener
constantemente en torno a ellos
al superior
y asegurarse continuamente de que el superior les quiere. Nadie es capaz de
colmar sus necesidades de amor. En sus relaciones experimentan continuas
decepciones y, con frecuencia, se convierten en maníacos: maníacos de las
relaciones, maníacos del alcohol o maníacos del reconocimiento. Necesitan la
admiración continua del público. Si nosotros, como responsables de otras
personas, sufrimos esta herida de la madre, utilizaremos a las personas para
satisfacer nuestras necesidades narcisistas.
La herida
de la madre suele aparecer en mujeres cuya madre ha abusado de ellas para
hacerlas sus íntimas. La madre depresiva necesitaba a la hija para desahogar
sus penas: le contaba sus problemas con el marido y, de este modo, exigía a su
hija demasiado. Por eso, la hija no pudo ser nunca una verdadera niña. No pudo
vivir ella misma su propia vida, sino que tuvo que vivir siempre para otra
persona. Frecuentemente, esas personas no son capaces de concederse nada a sí
mismas. En su vida sólo encuentran confirmación cuando se sacrifican por otros.
Los varones son heridos por la madre porque ella los absorbe para sí misma y
porque deben colmar todas las expectativas de la madre si quieren ser amados
como hijos varones. Pero cuando la herida de la madre no se ha tratado
realmente, uno busca una nueva madre. Se va huyendo de una madre a otra y
entonces la Iglesia
se convierte en madre sustitutiva, viviendo de esta forma también una
espiritualidad no sana.
Una herida
profunda es el abuso físico y psíquico. Existen casos de padres con estados de
ánimo violentos e iracundos, de que se teme constantemente que se vaya a liar a
golpes. En esos casos, el niño tiene que retirarse totalmente para poder
sobrevivir.
Además del
sexual, físico, espiritual o verbal, hay muchas otras clases de abusos. Siempre
que se utiliza a un niño para satisfacer las propias necesidades se está
cometiendo un abuso. Ambas heridas, la herida recibida por la violencia física,
que a uno le humilla y rebaja, y la herida recibida por ser objeto de abusos,
siguen dejándose sentir en nosotros.
John
Bradshaw piensa que las heridas que no miramos de frente ni procesamos nos
obligan a una de dos: o a herirnos a
nosotros mismos o a herir a otros.
A menudo
compruebo que hay hombres y mujeres que buscan exactamente las mismas
situaciones en las que fueron heridos durante su niñez; se buscan una pareja o
un superior que les hiera exactamente igual que hicieron el padre, el maestro o
el párroco. Creen que son los otros los que tienen la culpa y son incapaces de
ver que ellos mismos buscan esas situaciones. San Juan Crisóstomo pronunció un
sermón entero sobre el tema “No puedes
ser herido si tú no te hieres a ti mismo”. Somos nosotros mismos los que nos herimos sin cesar cuando no queremos
mirar cara a cara las heridas de nuestra niñez y, en vez de hacerlo, buscamos
inconscientemente situaciones en las que las heridas puedan perpetuarse.
Una herida
frecuente consiste en menospreciar a los niños cuando se les dice
constantemente: “No eres capaz de nada. No vales para nada. Eres demasiado
lento. Eres peor que los demás niños. Me estás resultando una carga. Sin ti me
las arreglaría mejor. ¡Ojalá no hubieras nacido!”. Estos mensajes son
interiorizados por el niño como el guión de su vida. Y entonces el guión de su
vida es el siguiente: “Soy un fracasado. Todo lo hago mal. ¡No tendría que
haber venido a este mundo!”. Con ese guión de la vida no se puede vivir a
gusto. Y este guión se expresa de nuevo constantemente en cuanto uno tropieza
con problemas. Con un mensaje así en los oídos, no se puede desarrollar una
sana autoestima. Uno no se toma en serio a sí mismo y, por tanto, cree que los
demás tampoco le toman en serio. Tiene la impresión de que los otros no le
aprecian, de que le desprecian y prescinde de sí mismo y se desprecia a sí
mismo.
Una mujer
me contaba que se siente continuamente controlada por su marido. Cuando él regresa
a casa y se presenta y le pregunta qué tal le va y qué ha estado haciendo, ella
interpreta esas preguntas como un control, aunque en realidad el marido está
mostrando interés por ella. Muchos
malentendidos en nuestra convivencia proceden de esas proyecciones. Como
hay personas que no se toman en serio a sí mismas, no se sienten tampoco
tomadas en serio por los superiores e interpretan en seguida cada pregunta del
superior como un control. Y si, siendo superiores, tenemos en nuestro interior
muy poca confianza en nosotros mismos, nos sentimos menospreciados constantemente
y creemos que no se nos toma en serio. En esos casos, se tiende a exigir
terminantemente que se respete la autoridad por temor de que, si no se hace,
pueda socavarse nuestra autoridad.
Un niño que
ha recibido de sus padres muy poca confianza tiende a menudo a querer
controlarlo todo. No debe bajar nunca la guardia, sino mantener todo bajo
control, pues así nadie podrá sorprenderle ni herirle.
Los
trastornos de la confianza no sólo conducen a la compulsión por el control,
sino también a una confianza ciega que hace aferrarse a otros y sobreestimarles
totalmente.
Otra herida
consiste en que nuestros sentimientos no se toman en serio. Siendo niños,
tuvimos que reprimir nuestros sentimientos, pues sentimientos como la tristeza
o la ansiedad no eran deseados por nuestros padres. Cuando alguien no puede
expresar sus sentimientos, entonces los “actúa” –los expresa por medio de la
acción, es decir por ejemplo, una persona que recibió maltrato físico en su
hogar, y de adulto trabaja previniendo el abuso en otras personas. Los
americanos lo llaman acting out. Y describen, además, otro “actuar” como
respuesta a las heridas recibidas durante la infancia: el acting in o
”autopunción”, que es muy frecuente.
Otras
personas se aíslan y se retiran totalmente por la ansiedad de que alguien se
les acerque demasiado y sobrepase los límites que ellas mismas se han fijado.
Para la salud psíquica, es necesario un claro sentimiento de cuáles son los
propios límites. Quien de niño no pudo desarrollar ningún sentimiento de cuáles
eran sus límites naturales no sabe dónde termina él y dónde comienzan los
demás. Le resulta difícil decir “¡no!” y saber qué es lo que quiere. Y con
mucha frecuencia, sobrepasará también los límites cuando se trate de otros.
Hay también
muchas otras señales típicas de las heridas recibidas durante la infancia, de
la deficiente consideración que se tuvo de las necesidades del niño. Se
halla en
primer lugar el pensamiento mágico y la creencia en los prodigios. En estos
casos, se piensa que si viniera un líder o persona superior en cargo o
jerarquía, todo iría bien, o se esperan cosas maravillosas de un traslado. Y
está también la conducta indisciplinada o súperdisciplinada, que puede manifestarse
en la lentitud a la hora de hacer todo, en una actitud de rebelión, de
terquedad y obstinación, pero también en una inmovilidad compulsiva, en una
exagerada amabilidad y en una obediencia servil.
Una herida
también muy importante es la espiritual. Este autor entiende por ella el hecho
de que a un niño no se le tome en serio en su singularidad y particularidad.
Cada niño es único y muy valioso, una imagen de Dios, un regalo de Dios. Dios,
en el Antiguo Testamento, se reveló así: “Yo soy el que soy”. Y, así, Bradshaw
cree “que nuestra egoidad –la condición de ser un yo- es el
núcleo esencial de lo que constituye nuestra semejanza con Dios”. Cuando no se acepta a un niño como un yo
que es, sino que se le obliga a entrar en una imagen que los padres le han encasquetado, se le está infligiendo
una herida espiritual. “La herida espiritual es más responsable que ninguna
otra cosa de que hagan de nosotros niños adultos sin independencia y
vergonzosos. La historia del declinar de todo hombre y de toda mujer habla de
que un niño maravilloso y valioso, un niño peculiar y precioso, perdió el
sentimiento de que “yo soy el que soy”.
Hemos
hablado de varias heridas recibidas en la vida: unas heridas que seguramente
observamos en nosotros mismos y en las personas a las que atendemos
espiritualmente. La cuestión es saber qué hay que hacer frente a ellas. Muchos
piensan que la terapia consiste en que las heridas cicatricen por completo, en
que no tengamos que ocuparnos de ellas. Pero eso es una imagen ideal que no hace
justicia a la realidad. En realidad, se
trata de transformar las heridas y de adoptar una actitud diferente ante ellas;
de que yo no sea determinado por las heridas, sino de que éstas se conviertan
en una oportunidad para sentirme más a mí mismo como ser humano y para abrirme
a Dios.
2.- LA HERIDA COMO
OPORTUNIDAD
Sólo la
verdad nos hará libres, nos dice Jesús. La terapia junto con la vida espiritual
hará que nuestra vida sea fructífera; es necesario conducirla a la verdad para
que nos encontremos con el Dios real, y no con las proyecciones de nuestras
angustias. Evagrio Póntico decía: “Si quieres conocer a Dios, aprende primero
a conocerte a ti mismo”. No hay un verdadero encuentro con Dios sin un
sincero encuentro con uno mismo. Todo lo demás sería un, “atajo espiritual”.
Uno querría evadirse de las propias heridas yendo directamente a Dios. Pero el
camino que conduce a Dios pasa por nuestras heridas y no podemos soslayarlas.
Es posible también evadirse de la propia verdad por medio de la vida espiritual,
ocupándose constantemente de cosas espirituales, haciendo un ejercicio
espiritual tras otro, pero sin dejar a Dios ninguna oportunidad de que él nos
descubra nuestra verdad y toque nuestro corazón herido.
Tanto en la
terapia como en la atención espiritual se trata de mirar cara a cara a las
heridas de la propia infancia, pero no con la presión de procesarlas todas y
eliminarlas, sino con la finalidad de reconciliarse con ellas. En alemán
“reconciliarse” (versôhnen) deriva del verbo “besar” (versûhnen). Se
trata, por tanto, de mirar cara a cara cariñosamente las propias heridas, de
las que desearíamos evadirnos, y de besarlas tiernamente. Bradshaw piensa que
cada uno debe hacerse cargar del “niño” herido que hay en nosotros y cuidarlo
bien. Para ello, la condición previa es sentir de nuevo las necesidades
reprimidas y oprimidas y todas las heridas sufridas. Luego, a través del niño
herido, se puede entrar en contacto con su niño divino, con la imagen ilesa que
Dios se ha hecho de él. La reconciliación con el niño herido no es tan sencilla.
A menudo hace falta tiempo para que alguien se reconcilie con sus propias
heridas, para que sea capaz de aceptar que ésa es la historia de su vida. Pero,
cuando se logra esto, esa persona puede entrar también en contacto con las
raíces positivas que su pasado tiene también en él.
Sólo cuando
yo admita las heridas que recibí de mi padre podré descubrir cómo mi padre
tiene también buenas raíces, de las que yo puedo nutrirme. Sólo cuando sea
capaz de mirar cara a cara el carácter absorbente de mi madre podré disfrutar
también con agradecimiento de que ella me haya dado protección y seguridad.
Lo muestra,
por ejemplo, la historia de la mujer sirofenicia, una de las cuatro historias
de relaciones que hay en la
Biblia. La hija está poseída por un demonio porque la
“supermadre” se asienta sobre ella. A esa mujer, que cree que puede alcanzar
todo lo que quiera, que piensa que todo el mundo tiene que bailar al ritmo que
ella marque, Jesús le hace ver primero cuáles son sus límites. Se distancia de
ella. Pero al hacer ver a esa mujer cuáles son los límites puede mostrarle
también cuál es su verdadera grandeza. Ella da la razón a Jesús y es capaz de
moverle para que cure a su hija. La curación de nuestra infancia no puede
realizarse nunca pintando las cosas en contraste blanco y negro, sino viendo
siempre en nuestros padres ambas cosas: la buena voluntad, la fuerza
alimentadora, pero también lo absorbente y destructivo. Sólo cuando yo
contemple ambas cosas podré reconciliarme y decir en oración: “Todo está bien
tal como es. ¡Dejémoslo así! Dios ha extendido su mano sobre mí! en todo lo que
me ha sucedido. Mi historia tiene un sentido profundo”. Entonces quizás yo
pueda descubrir también mi carisma. Cada uno de nosotros es una palabra singularísima
que Dios pronuncia únicamente en esa persona. Pero lo que es esa palabra sólo
podré descubrirlo si contemplo cara a cara la historia de mi vida. Entonces
sentiré cuál es mi vocación más profunda y cómo mi historia puede ser
fructífera para mí y para los demás.
Cuando me reconcilio con mis heridas,
entro en contacto con mi verdadero ser. Henri Nouwen cree que allá donde
estamos “rotos” estamos también “abiertos” para la verdad. Allí “se hacen
pedazos” las máscaras que nos hemos puesto. Allí descubrimos el verdadero
tesoro que hay en nosotros, la imagen singularísima que Dios se ha hecho de
cada uno de nosotros.
Para
Hildegarda de Bingen, la cuestión fundamental de la vida es saber transformar nuestras heridas en perlas.
Cuando descubro la perla que hay en mi herida, se convierte en algo precioso
que guardo como un tesoro, algo que me pone en contacto con la imagen divina
que hay en mí. Santo Tomás de Aquino piensa que cada uno de nosotros es una
expresión singularísima de Dios y que el mundo sería más pobre si cada uno de
nosotros no expresara de una manera singular a Dios. Hay algo divino que sólo
puede expresarse a través de mí y que las demás personas pueden experimentar
únicamente por medio de mí. Allá donde estoy herido, hay también en mí un tesoro,
la perla que me recuerda esa imagen singularísima de Dios en mí.
Las heridas
me mantienen también vivo. Me impiden ocultarme detrás de una máscara. Allí
donde estoy herido, me siento también a mí mismo, allí vislumbro que la vida no
es sencillamente algo que puede hacerse, allí no sólo me siento a mí mismo,
sino también a las personas que hay a mi alrededor. Las heridas me unen con el
prójimo. Me hacen sensible a sus aflicciones. Me enseñan a ser misericordioso
conmigo mismo y con los demás. No sólo no descubriré despiadadamente las
heridas de los demás, sino que las trataré exactamente con la misma delicadeza
y cuidado con que trato las mías. Los griegos conocen el misterio de la herida
cuando dicen que sólo el médico que está herido es capaz de curar heridas.
En la cruz,
Jesús lleva la herida de muerte. Pero de esa herida manan sangre y agua, fluye
el santo y santificador Espíritu de Dios sobre el mundo entero. Y, así, mis
heridas pueden convertirse también en fuentes de vida para mí mismo y para las
personas de mi alrededor. Como herido que se ha reconciliado con sus heridas,
no proyectaré mis heridas sobre mis
semejantes, sino que tendré una fina sensibilidad para descubrir cuáles son
sus aflicciones y problemas, sus ansiedades y temores.
Para
Jacob, la herida en la cadera fue un recuerdo constante de que Dios le había
tocado. San Pablo pidió a Dios que le liberara de su humillante herida. Pero
Cristo le respondió: “Te basta mi gracia, ya que la fuerza se pone de
manifiesto en la debilidad” (2 Cor 12,9). Su herida le recordaba que todo es
gracia; que él vive de la gracia y no de sus propias realizaciones; que se
halla al servicio de Dios y que no trabaja en nombre propio. La herida puede
hacernos permeables a Dios. Desearíamos ser permeables a Dios, pero querríamos
serlo precisamente en nuestra fortaleza. Ahora bien, el misterio de la gracia
divina consiste en que Dios quiere obrar su salvación en los hombres
precisamente a través de nuestras heridas, a través de nuestros puntos
sensibles. Pero la condición previa es
que hayamos contemplado de frente nuestras heridas y nos hayamos reconciliado
con ellas.
Precisamente
nuestras heridas, que no podemos ocultar, nos instan a que, en medio de nuestra
impotencia, nos pongamos a disposición de Dios para que él actúe por medio de
nosotros y, a través de nuestras heridas, pueda curar también las de las
personas que nos han sido confiadas.