martes, 21 de mayo de 2013

APRENDIENDO A DECIR NO

Este dilema que tiene mucha gente, se presenta generalmente cuando se desea contentar a todos y se siente la obligación de no negarse a satisfacer las necesidades de otro, aunque no se pueda. 
Es algo más común de lo que creemos, porque a miles de personas les interesan las conferencias del monje Grün en todo el mundo y acuden a ellas deseosos de enterarse de lo que tiene que decir al respecto. 

Muchos no respetan sus propios límites, superan con su conducta cualquier frontera y transgreden todas las normas. 

Sin embargo los límites son necesarios, le dan sentido a la vida, permiten sentirse contenidos y conocerse más a si mismos. 

En su libro “Límites sanadores” Grün se dirige a todos aquellos que no son capaces de negarse nada a si mismos, ni decirle que no a los demás, porque está convencido que el que no sabe decir que no y vive pendiente de las expectativas de otros puede llegar a enfermarse seriamente, y esa exigencia le hará darse cuenta dolorosamente de sus propios límites. 

La vida se encarga de mostrarnos que somos seres limitados y tenemos que aprender a aceptarlo, porque nadie es perfecto. 

No sólo tenemos que vivir reconociendo nuestras limitaciones sino que también tenemos que preservar nuestra intimidad poniéndole límites a los demás y al mismo tiempo ser capaces de respetar sus límites para no invadir su privacidad e individualidad. 

La edad es un límite que hay que respetar, así como también el límite de la propia finitud. 

Ninguno de nosotros puede estar siempre en forma incondicional dispuesto a atender las necesidades eventuales de otros, porque tenemos nuestras limitaciones o porque somos incapaces de hacerlo; porque así como aquellos que nos necesitan, nosotros también tenemos que enfrentar nuestras propias necesidades. 

El límite es un indicador de medida que nos obliga a actuar moderadamente y a no presionarnos con exigencias más allá de nuestras posibilidades. 

En esta época, es la falta de medida y los excesos lo que trastorna la vida del hombre hasta llegar a enfermarlo; incluso la depresión es una cuestión relacionada con la falta de límites. 

Es la falta de marcos de referencia lo que nos lleva a sentir una sensación de inseguridad que nos llena de miedos. 

La gente suele trabajar más de lo que puede, presionada por aparentes necesidades circunstanciales, apetencias desmedidas y deseos de hacer lo que hacen otros, para aventajarlos o destacarse. 

Las leyes, las reglas, los estatutos son límites que nos protegen y respetarlos nos hace sentir más seguros. 

El respeto de los límites favorece nuestras relaciones, nos ofrece mayores posibilidades de éxito, nos permite darnos cuenta de nuestras posibilidades y capacidades y apreciar lo que más nos conviene. 

En el ámbito privado debe existir la intimidad personal, un sector propio destinado a vivirlo en soledad que no debería ser violentado por nadie con ninguna excusa. 

Somos seres limitados, sin embargo somos capaces de enfermarnos con tal de no renunciar a nuestra imagen y hacer algo aunque no podamos 

Conocerse a uno mismo es lo más importante para mantener el equilibrio, aprovechando el potencial que tenemos para enfrentar aquellos desafíos de lo que sí somos capaces, y seguir creciendo. 

Excedemos nuestros límites por miedo a no ser amados, por temor de herir a los demás, porque somos perfeccionistas porque pretendemos ser mejor que los demás. Pero si estamos centrados y actuamos con convicción y firmeza, los límites no ofenden. 

Ser solidario no significa hacer más de lo que podemos y si no estamos en condiciones de ayudar, tampoco necesitamos justificarnos demasiado ni dar muchas explicaciones por lo que el otro pueda pensar, porque el otro siempre es libre de pensar lo que quiera. 
Darse tiempo y ocuparse de uno mismo no es egoísmo, es salud mental y sólo requiere carácter firme. 

LA HERIDA COMO OPORTUNIDAD


LA HERIDA QUE ME ABRE
LA HERIDA COMO OPORTUNIDAD


Anselm Grûm
                                                                                         
Cada uno de nosotros se ha sentido herido alguna vez en su vida o, como dice John Bradswaw, “cada uno de nosotros lleva consigo un niño herido”. Hemos aceptado nuestra responsabilidad con los otros, con nuestra propia historia de heridas. Y tenemos que vérnoslas con personas que arrastran consigo la historia de sus heridas y que frecuentemente proyectan sobre nosotros sus propias heridas. Y esto nos hiere de nuevo incesantemente.
Pese a nuestras buenas intenciones, nos convertimos en blanco de proyecciones contra las que no podemos hacer nada. Sin embargo, las heridas que hemos sufrido podrían ser también una oportunidad para nuestra propia humanización y una oportunidad para el verdadero encuentro con Dios. La Biblia nos lo muestra en la figura de Jacob, quien precisamente como el herido, como el que cojeaba, llegó a ser el patriarca de Israel; o en la figura de Jesús, quien según el evangelio de Juan, está colgado de la cruz como el médico herido y, precisamente con la herida de su corazón, se convierte en la fuente de la salvación para todo el mundo.

1.- Heridas de la vida
Algunas de las heridas más comunes en la atención espiritual está la herida del padre. Muchos perdieron muy pronto a su padre o no llegaron a conocerle. O bien el padre no se hallaba realmente presente: había eludido su responsabilidad. El padre es, normalmente, el que refuerza nuestra espina dorsal, el que nos infunde ánimo para la vida, el que nos da confianza para atrevernos y lanzarnos a algo. Los que carecen de esta experiencia necesitan con mucha frecuencia un sustitutivo de la espina dorsal. Y ese sustitutivo es la ideología, la norma rígida detrás de la cual él se oculta. Y a menudo se ven atormentados por una intensa desconfianza. Tienen problemas de autoridad. La desconfianza hacia toda autoridad procede frecuentemente de una experiencia negativa con el padre. Y, así, esas personas tienen también dificultad para confiar en Dios. Se asienta en ellos una profunda desconfianza que les hace creer que Dios no les concede disfrutar de la vida, que Dios les deja caer, que Dios les castiga en cuanto no hacen lo que él quiere. Con frecuencia, las personas que no han tenido padre se apoyan muy intensamente en un consejero espiritual o en un asesor terapéutico y buscan en ellos al padre que no han tenido.

Exactamente lo mismo suele ocurrir con la herida de la madre. La madre da al niño protección y seguridad y un amor sin reservas. De esta manera, la madre que se preocupe demasiado de sí misma no podrá dar esa protección y seguridad. El que no puede experimentar que es totalmente digno de ser amado, el que no puede confiarse al amor de sus padres, sufre a menudo un trastorno narcisista. Es insaciable en su hambre de amor, consideración y afecto. Y las personas con trastornos narcisistas suelen ser una plaga para el superior. Desean tener constantemente en torno a ellos

al superior y asegurarse continuamente de que el superior les quiere. Nadie es capaz de colmar sus necesidades de amor. En sus relaciones experimentan continuas decepciones y, con frecuencia, se convierten en maníacos: maníacos de las relaciones, maníacos del alcohol o maníacos del reconocimiento. Necesitan la admiración continua del público. Si nosotros, como responsables de otras personas, sufrimos esta herida de la madre, utilizaremos a las personas para satisfacer nuestras necesidades narcisistas.

La herida de la madre suele aparecer en mujeres cuya madre ha abusado de ellas para hacerlas sus íntimas. La madre depresiva necesitaba a la hija para desahogar sus penas: le contaba sus problemas con el marido y, de este modo, exigía a su hija demasiado. Por eso, la hija no pudo ser nunca una verdadera niña. No pudo vivir ella misma su propia vida, sino que tuvo que vivir siempre para otra persona. Frecuentemente, esas personas no son capaces de concederse nada a sí mismas. En su vida sólo encuentran confirmación cuando se sacrifican por otros. Los varones son heridos por la madre porque ella los absorbe para sí misma y porque deben colmar todas las expectativas de la madre si quieren ser amados como hijos varones. Pero cuando la herida de la madre no se ha tratado realmente, uno busca una nueva madre. Se va huyendo de una madre a otra y entonces la Iglesia se convierte en madre sustitutiva, viviendo de esta forma también una espiritualidad no sana.

Una herida profunda es el abuso físico y psíquico. Existen casos de padres con estados de ánimo violentos e iracundos, de que se teme constantemente que se vaya a liar a golpes. En esos casos, el niño tiene que retirarse totalmente para poder sobrevivir.
Además del sexual, físico, espiritual o verbal, hay muchas otras clases de abusos. Siempre que se utiliza a un niño para satisfacer las propias necesidades se está cometiendo un abuso. Ambas heridas, la herida recibida por la violencia física, que a uno le humilla y rebaja, y la herida recibida por ser objeto de abusos, siguen dejándose sentir en nosotros.
John Bradshaw piensa que las heridas que no miramos de frente ni procesamos nos obligan a una de dos: o a herirnos a nosotros mismos o a herir a otros.
A menudo compruebo que hay hombres y mujeres que buscan exactamente las mismas situaciones en las que fueron heridos durante su niñez; se buscan una pareja o un superior que les hiera exactamente igual que hicieron el padre, el maestro o el párroco. Creen que son los otros los que tienen la culpa y son incapaces de ver que ellos mismos buscan esas situaciones. San Juan Crisóstomo pronunció un sermón entero sobre el tema “No puedes ser herido si tú no te hieres a ti mismo”. Somos nosotros mismos los que nos herimos sin cesar cuando no queremos mirar cara a cara las heridas de nuestra niñez y, en vez de hacerlo, buscamos inconscientemente situaciones en las que las heridas puedan perpetuarse.

Una herida frecuente consiste en menospreciar a los niños cuando se les dice constantemente: “No eres capaz de nada. No vales para nada. Eres demasiado lento. Eres peor que los demás niños. Me estás resultando una carga. Sin ti me las arreglaría mejor. ¡Ojalá no hubieras nacido!”. Estos mensajes son interiorizados por el niño como el guión de su vida. Y entonces el guión de su vida es el siguiente: “Soy un fracasado. Todo lo hago mal. ¡No tendría que haber venido a este mundo!”. Con ese guión de la vida no se puede vivir a gusto. Y este guión se expresa de nuevo constantemente en cuanto uno tropieza con problemas. Con un mensaje así en los oídos, no se puede desarrollar una sana autoestima. Uno no se toma en serio a sí mismo y, por tanto, cree que los demás tampoco le toman en serio. Tiene la impresión de que los otros no le aprecian, de que le desprecian y prescinde de sí mismo y se desprecia a sí mismo.
Una mujer me contaba que se siente continuamente controlada por su marido. Cuando él regresa a casa y se presenta y le pregunta qué tal le va y qué ha estado haciendo, ella interpreta esas preguntas como un control, aunque en realidad el marido está mostrando interés por ella. Muchos malentendidos en nuestra convivencia proceden de esas proyecciones. Como hay personas que no se toman en serio a sí mismas, no se sienten tampoco tomadas en serio por los superiores e interpretan en seguida cada pregunta del superior como un control. Y si, siendo superiores, tenemos en nuestro interior muy poca confianza en nosotros mismos, nos sentimos menospreciados constantemente y creemos que no se nos toma en serio. En esos casos, se tiende a exigir terminantemente que se respete la autoridad por temor de que, si no se hace, pueda socavarse nuestra autoridad.

Un niño que ha recibido de sus padres muy poca confianza tiende a menudo a querer controlarlo todo. No debe bajar nunca la guardia, sino mantener todo bajo control, pues así nadie podrá sorprenderle ni herirle.

Los trastornos de la confianza no sólo conducen a la compulsión por el control, sino también a una confianza ciega que hace aferrarse a otros y sobreestimarles totalmente.

Otra herida consiste en que nuestros sentimientos no se toman en serio. Siendo niños, tuvimos que reprimir nuestros sentimientos, pues sentimientos como la tristeza o la ansiedad no eran deseados por nuestros padres. Cuando alguien no puede expresar sus sentimientos, entonces los “actúa” –los expresa por medio de la acción, es decir por ejemplo, una persona que recibió maltrato físico en su hogar, y de adulto trabaja previniendo el abuso en otras personas. Los americanos lo llaman acting out. Y describen, además, otro “actuar” como respuesta a las heridas recibidas durante la infancia: el acting in o ”autopunción”, que es muy frecuente.

Otras personas se aíslan y se retiran totalmente por la ansiedad de que alguien se les acerque demasiado y sobrepase los límites que ellas mismas se han fijado. Para la salud psíquica, es necesario un claro sentimiento de cuáles son los propios límites. Quien de niño no pudo desarrollar ningún sentimiento de cuáles eran sus límites naturales no sabe dónde termina él y dónde comienzan los demás. Le resulta difícil decir “¡no!” y saber qué es lo que quiere. Y con mucha frecuencia, sobrepasará también los límites cuando se trate de otros.
Hay también muchas otras señales típicas de las heridas recibidas durante la infancia, de la deficiente consideración que se tuvo de las necesidades del niño. Se
halla en primer lugar el pensamiento mágico y la creencia en los prodigios. En estos casos, se piensa que si viniera un líder o persona superior en cargo o jerarquía, todo iría bien, o se esperan cosas maravillosas de un traslado. Y está también la conducta indisciplinada o súperdisciplinada, que puede manifestarse en la lentitud a la hora de hacer todo, en una actitud de rebelión, de terquedad y obstinación, pero también en una inmovilidad compulsiva, en una exagerada amabilidad y en una obediencia servil.

Una herida también muy importante es la espiritual. Este autor entiende por ella el hecho de que a un niño no se le tome en serio en su singularidad y particularidad. Cada niño es único y muy valioso, una imagen de Dios, un regalo de Dios. Dios, en el Antiguo Testamento, se reveló así: “Yo soy el que soy”. Y, así, Bradshaw cree “que nuestra egoidad –la condición de ser un yo- es el núcleo esencial de lo que constituye nuestra semejanza con Dios”. Cuando no se acepta a un niño como un yo que es, sino que se le obliga a entrar en una imagen que los padres le han encasquetado, se le está infligiendo una herida espiritual. “La herida espiritual es más responsable que ninguna otra cosa de que hagan de nosotros niños adultos sin independencia y vergonzosos. La historia del declinar de todo hombre y de toda mujer habla de que un niño maravilloso y valioso, un niño peculiar y precioso, perdió el sentimiento de que “yo soy el que soy”.

Hemos hablado de varias heridas recibidas en la vida: unas heridas que seguramente observamos en nosotros mismos y en las personas a las que atendemos espiritualmente. La cuestión es saber qué hay que hacer frente a ellas. Muchos piensan que la terapia consiste en que las heridas cicatricen por completo, en que no tengamos que ocuparnos de ellas. Pero eso es una imagen ideal que no hace justicia a la realidad. En realidad, se trata de transformar las heridas y de adoptar una actitud diferente ante ellas; de que yo no sea determinado por las heridas, sino de que éstas se conviertan en una oportunidad para sentirme más a mí mismo como ser humano y para abrirme a Dios.

2.- LA HERIDA COMO OPORTUNIDAD
Sólo la verdad nos hará libres, nos dice Jesús. La terapia junto con la vida espiritual hará que nuestra vida sea fructífera; es necesario conducirla a la verdad para que nos encontremos con el Dios real, y no con las proyecciones de nuestras angustias. Evagrio Póntico decía: “Si quieres conocer a Dios, aprende primero a conocerte a ti mismo”. No hay un verdadero encuentro con Dios sin un sincero encuentro con uno mismo. Todo lo demás sería un, “atajo espiritual”. Uno querría evadirse de las propias heridas yendo directamente a Dios. Pero el camino que conduce a Dios pasa por nuestras heridas y no podemos soslayarlas. Es posible también evadirse de la propia verdad por medio de la vida espiritual, ocupándose constantemente de cosas espirituales, haciendo un ejercicio espiritual tras otro, pero sin dejar a Dios ninguna oportunidad de que él nos descubra nuestra verdad y toque nuestro corazón herido.
Tanto en la terapia como en la atención espiritual se trata de mirar cara a cara a las heridas de la propia infancia, pero no con la presión de procesarlas todas y eliminarlas, sino con la finalidad de reconciliarse con ellas. En alemán “reconciliarse” (versôhnen) deriva del verbo “besar” (versûhnen). Se trata, por tanto, de mirar cara a cara cariñosamente las propias heridas, de las que desearíamos evadirnos, y de besarlas tiernamente. Bradshaw piensa que cada uno debe hacerse cargar del “niño” herido que hay en nosotros y cuidarlo bien. Para ello, la condición previa es sentir de nuevo las necesidades reprimidas y oprimidas y todas las heridas sufridas. Luego, a través del niño herido, se puede entrar en contacto con su niño divino, con la imagen ilesa que Dios se ha hecho de él. La reconciliación con el niño herido no es tan sencilla. A menudo hace falta tiempo para que alguien se reconcilie con sus propias heridas, para que sea capaz de aceptar que ésa es la historia de su vida. Pero, cuando se logra esto, esa persona puede entrar también en contacto con las raíces positivas que su pasado tiene también en él.

Sólo cuando yo admita las heridas que recibí de mi padre podré descubrir cómo mi padre tiene también buenas raíces, de las que yo puedo nutrirme. Sólo cuando sea capaz de mirar cara a cara el carácter absorbente de mi madre podré disfrutar también con agradecimiento de que ella me haya dado protección y seguridad.

Lo muestra, por ejemplo, la historia de la mujer sirofenicia, una de las cuatro historias de relaciones que hay en la Biblia. La hija está poseída por un demonio porque la “supermadre” se asienta sobre ella. A esa mujer, que cree que puede alcanzar todo lo que quiera, que piensa que todo el mundo tiene que bailar al ritmo que ella marque, Jesús le hace ver primero cuáles son sus límites. Se distancia de ella. Pero al hacer ver a esa mujer cuáles son los límites puede mostrarle también cuál es su verdadera grandeza. Ella da la razón a Jesús y es capaz de moverle para que cure a su hija. La curación de nuestra infancia no puede realizarse nunca pintando las cosas en contraste blanco y negro, sino viendo siempre en nuestros padres ambas cosas: la buena voluntad, la fuerza alimentadora, pero también lo absorbente y destructivo. Sólo cuando yo contemple ambas cosas podré reconciliarme y decir en oración: “Todo está bien tal como es. ¡Dejémoslo así! Dios ha extendido su mano sobre mí! en todo lo que me ha sucedido. Mi historia tiene un sentido profundo”. Entonces quizás yo pueda descubrir también mi carisma. Cada uno de nosotros es una palabra singularísima que Dios pronuncia únicamente en esa persona. Pero lo que es esa palabra sólo podré descubrirlo si contemplo cara a cara la historia de mi vida. Entonces sentiré cuál es mi vocación más profunda y cómo mi historia puede ser fructífera para mí y para los demás.

Cuando me reconcilio con mis heridas, entro en contacto con mi verdadero ser. Henri Nouwen cree que allá donde estamos “rotos” estamos también “abiertos” para la verdad. Allí “se hacen pedazos” las máscaras que nos hemos puesto. Allí descubrimos el verdadero tesoro que hay en nosotros, la imagen singularísima que Dios se ha hecho de cada uno de nosotros.
Para Hildegarda de Bingen, la cuestión fundamental de la vida es saber transformar nuestras heridas en perlas. Cuando descubro la perla que hay en mi herida, se convierte en algo precioso que guardo como un tesoro, algo que me pone en contacto con la imagen divina que hay en mí. Santo Tomás de Aquino piensa que cada uno de nosotros es una expresión singularísima de Dios y que el mundo sería más pobre si cada uno de nosotros no expresara de una manera singular a Dios. Hay algo divino que sólo puede expresarse a través de mí y que las demás personas pueden experimentar únicamente por medio de mí. Allá donde estoy herido, hay también en mí un tesoro, la perla que me recuerda esa imagen singularísima de Dios en mí.

Las heridas me mantienen también vivo. Me impiden ocultarme detrás de una máscara. Allí donde estoy herido, me siento también a mí mismo, allí vislumbro que la vida no es sencillamente algo que puede hacerse, allí no sólo me siento a mí mismo, sino también a las personas que hay a mi alrededor. Las heridas me unen con el prójimo. Me hacen sensible a sus aflicciones. Me enseñan a ser misericordioso conmigo mismo y con los demás. No sólo no descubriré despiadadamente las heridas de los demás, sino que las trataré exactamente con la misma delicadeza y cuidado con que trato las mías. Los griegos conocen el misterio de la herida cuando dicen que sólo el médico que está herido es capaz de curar heridas.

En la cruz, Jesús lleva la herida de muerte. Pero de esa herida manan sangre y agua, fluye el santo y santificador Espíritu de Dios sobre el mundo entero. Y, así, mis heridas pueden convertirse también en fuentes de vida para mí mismo y para las personas de mi alrededor. Como herido que se ha reconciliado con sus heridas, no proyectaré mis heridas sobre mis semejantes, sino que tendré una fina sensibilidad para descubrir cuáles son sus aflicciones y problemas, sus ansiedades y temores.

Para Jacob, la herida en la cadera fue un recuerdo constante de que Dios le había tocado. San Pablo pidió a Dios que le liberara de su humillante herida. Pero Cristo le respondió: “Te basta mi gracia, ya que la fuerza se pone de manifiesto en la debilidad” (2 Cor 12,9). Su herida le recordaba que todo es gracia; que él vive de la gracia y no de sus propias realizaciones; que se halla al servicio de Dios y que no trabaja en nombre propio. La herida puede hacernos permeables a Dios. Desearíamos ser permeables a Dios, pero querríamos serlo precisamente en nuestra fortaleza. Ahora bien, el misterio de la gracia divina consiste en que Dios quiere obrar su salvación en los hombres precisamente a través de nuestras heridas, a través de nuestros puntos sensibles. Pero la condición previa es que hayamos contemplado de frente nuestras heridas y nos hayamos reconciliado con ellas.

Precisamente nuestras heridas, que no podemos ocultar, nos instan a que, en medio de nuestra impotencia, nos pongamos a disposición de Dios para que él actúe por medio de nosotros y, a través de nuestras heridas, pueda curar también las de las personas que nos han sido confiadas.